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E L   C A P I T A L

Carlos Marx

Sección3: Producción del Plusvalor Absoluto



CAPITULO VIII

LA JORNADA LABORAL



1. Los límites de la jornada laboral

Partíamos del supuesto de que la fuerza de trabajo se compra y se vende a su valor. Tal valor, como el de cualquier otra mercancía, se determina por el tiempo de trabajo necesario para su producción. Por consiguiente, si la producción de los medios de subsistencia que cada día consume el obrero, término medio, requiere 6 horas, éste habrá de trabajar 6 horas por día, de promedio, para producir diariamente su fuerza de trabajo o reproducir el valor obtenido mediante la venta de la misma. La parte necesaria de su jornada laboral asciende entonces a 6 horas, y por ende, permaneciendo incambiadas las demás circunstancias, es una magnitud dada. Pero con esto no está todavía dada la extensión de la jornada laboral misma.

Supongamos que la línea a b representa la duración o extensión del tiempo de trabajo necesario, digamos 6 horas. Según se prolongue el trabajo más allá de a b en 1, 3 ó 6 horas, obtendremos las tres líneas siguientes,

Jornada laboral I Jornada laboral II Jornada laboral III
a b c a b c a b c

que representan tres jornadas laborales diferentes, de 7, 9 y 12 horas. La línea de prolongación b c representa la extensión del plustrabajo. Como la jornada laboral es = a b + b c, o sea a c, varía con la magnitud variable b c. Como a b está dada, siempre es posible medir la proporción entre b c y a b. En la jornada laboral I equivale a 1/6, en la jornada laboral II a 3/6 y en la jornada laboral III a 6/6 de a b. Además, como la proporción

tiempo de plustrabajo

tiempo de trabajo necesario

determina la tasa del plusvalor, dicha tasa se halla dada por aquella relación. En las tres distintas jornadas laborales asciende, respectivamente, a 16 2/3, 50 y 100 %. La tasa del plusvalor, en cambio, por si sola no nos da la magnitud de la jornada laboral. Si fuera, por ejemplo, igual a 100 %, la jornada laboral podría ser de 8, 10, 2 horas, etc. Indicaría que las dos partes constitutivas de la jornada laboral, el trabajo necesario y el plustrabajo, son equivalentes, pero no nos revelaría la magnitud de cada una de esas partes.

La jornada laboral no es, por tanto, una magnitud constante sino variable. Una de sus partes, ciertamente, se halla determinada por el tiempo de trabajo requerido para la reproducción constante del obrero mismo, pero su magnitud global varía con la extensión o duración del plustrabajo. Por consiguiente, la jornada laboral es determinable, pero en sí y para sí indeterminada [1].

Ahora bien, aunque la jornada laboral no sea una magnitud constante sino fluente, sólo puede variar, por otra parte, dentro de ciertos límites. Su límite mínimo es indeterminable, sin embargo. Es cierto que si fijamos la línea de prolongación b c, o plustrabajo, en 0, obtendremos un límite mínimo, esto es, la parte de la jornada que el obrero tiene necesariamente que trabajar para la subsistencia de sí mismo. Pero sobre la base del modo de producción capitalista el trabajo necesario no puede ser sino una parte de la jornada laboral del obrero, y ésta nunca puede reducirse a ese mínimo. La jornada laboral, por el contrario, posee un límite máximo. No es prolongable más allá de determinada linde. Ese límite máximo está determinado de dos maneras. De una parte, por la barrera física de la fuerza de trabajo. Durante el día natural de 24 horas un hombre sólo puede gastar una cantidad determinada de fuerza vital. Así, de manera análoga, un caballo sólo puede trabajar, promedialmente, 8 horas diarias. Durante una parte del día la fuerza debe reposar, dormir, mientras que durante otra parte del día el hombre tiene que satisfacer otras necesidades físicas, alimentarse, asearse, vestirse, etc. Aparte ese límite puramente físico, la prolongación de la jornada laboral tropieza con barreras morales. El hombre necesita tiempo para la satisfacción de necesidades espirituales y sociales, cuya amplitud y número dependen del nivel alcanzado en general por la civilización. La variación de la jornada laboral oscila pues dentro de límites físicos y sociales. Unos y otros son, sin embargo, de naturaleza muy elástica y permiten la libertad de movimientos. Encontramos, así, jornadas laborales de 8, 10, 12, 14, 16, 18 horas, o sea de las extensiones más disímiles.

El capitalista ha comprado la fuerza de trabajo por su valor diario. Le pertenece el valor de uso de la misma durante una jornada laboral. Ha obtenido el derecho, pues, de hacer que el obrero trabaje para él durante un día. ¿Pero qué es una jornada laboral? [2] [3]. En todo caso, menos de un día natural de vida. ¿Y cuánto menos? El capitalista tiene su opinión sobre esa última Thule [4], el límite necesario de la jornada laboral. Como capitalista, no es más que capital personificado. Su alma es el alma del capital. Pero el capital tiene un solo impulso vital, el impulso de valorizarse, de crear plusvalor, de absorber, con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de plustrabajo [5]. El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el cual el capitalista consume la fuerza de trabajo que ha adquirido [6]. Si el obrero consume para sí mismo el tiempo a su disposición, roba al capitalista [7].

El capitalista, pues, se remite a la ley del intercambio mercantil. Al igual que cualquier otro comprador, procura extraer la mayor utilidad posible del valor de uso que tiene su mercancía. Pero súbitamente se alza la voz del obrero, que en el estrépito y agitación del proceso de producción había enmudecido:

La mercancía que te he vendido se distingue del populacho de las demás mercancías en que su uso genera valor, y valor mayor del que ella misma cuesta. Por eso la compraste. Lo que desde tu punto de vista aparece como valorización de capital, es desde el mío gasto excedentario de fuerza de trabajo. En la plaza del mercado, tú y yo sólo reconocemos una ley, la del intercambio de mercancías. Y el consumo de la mercancía no pertenece al vendedor que la enajena, sino al comprador que la adquiere. Te pertenece, por tanto, el uso de mi fuerza de trabajo diaria. Pero por intermedio de su precio diario de venta yo debo reproducirla diariamente y, por tanto, poder venderla de nuevo. Dejando a un lado el desgaste natural por la edad, etc., mañana he de estar en condiciones de trabajar con el mismo estado normal de vigor, salud y lozanía que hoy. Constantemente me predicas el evangelio del "ahorro" y la "abstinencia". [exclamdown]De acuerdo! Quiero economizar la fuerza de trabajo, a la manera de un administrador racional y ahorrativo de mi único patrimonio, y abstenerme de todo derroche insensato de la misma. Día a día quiero realizar, poner en movimiento, en acción, sólo la cantidad de aquélla que sea compatible con su duración normal y su desarrollo saludable. Mediante la prolongación desmesurada de la jornada laboral, en un día puedes movilizar una cantidad de mi fuerza de trabajo mayor de la que yo puedo reponer en tres días. Lo que ganas así en trabajo, lo pierdo yo en sustancia laboral. La utilización de mi fuerza de trabajo y la expoliación de la misma son cosas muy diferentes. Si el período medio que puede vivir un obrero medio trabajando racionalmente asciende a 30 años, el valor de mi fuerza e trabajo, que

me pagas cada día, es de 1/365 X 30 ó 1/10.950 de su

valor total. Pero si lo consumes en 10 años, me pagas diariamente 1/10.950 de su valor total en vez de 1/3.650, y por tanto sólo 1/3 de su valor cotidiano, y diariamente me robas, por consiguiente, 2/3 del valor de mi mercancía. Me pagas la fuerza de trabajo de un día, pero consumes la de tres. Esto contraviene nuestro acuerdo y la ley del intercambio mercantil. Exijo, pues, una jornada laboral de duración normal, y la exijo sin apelar a tu corazón, ya que en asuntos de dinero la benevolencia está totalmente de más. Bien puedes ser un ciudadano modelo, miembro tal vez de la Sociedad Protectora de los Animales y por añadidura vivir en olor de santidad, pero a la cosa que ante mi representas no le late un corazón en el pecho. Lo que parece palpitar en ella no es más que los latidos de mi propio corazón. Exijo la jornada normal de trabajo porque exijo el valor de mi mercancía, como cualquier otro vendedor [8].

Dejando a un lado límites sumamente elásticos, como vemos, de la naturaleza del intercambio mercantil no se desprende limite alguno de la jornada laboral, y por tanto limite alguno del plustrabajo. El capitalista, cuando procura prolongar lo más posible la jornada laboral y convertir, si puede, una jornada laboral en dos, reafirma su derecho en cuanto comprador. Por otra parte, la naturaleza específica de la mercancía vendida trae aparejado un límite al consumo que de la misma hace el comprador, y el obrero reafirma su derecho como vendedor cuando procura reducir la jornada laboral a determinada magnitud normal. Tiene lugar aquí, pues, una antinomia: derecho contra derecho, signados ambos de manera uniforme por la ley del intercambio mercantil. Entre derechos iguales decide la fuerza. Y de esta suerte, en la historia de la producción capitalista la reglamentación de la jornada laboral se presenta como lucha en torno a los límites de dicha jornada, una lucha entre el capitalista colectivo, esto es, la clase de los capitalistas, y el obrero colectivo, o sea la clase obrera.




NOTAS:

[1] "Una jornada laboral es imprecisa, puede ser larga o corta". ("An Essay on Trade and Commerce, Containing Observations on Taxation"..., Londres, 1770, p.73).

[2] Este interrogante es infinitamente más importante que la célebre pregunta de sir Robert Peel a la Cámara de Comercio de Birmingham: "What is a pound?" ["¿Qué es una libra?"], cuestión que sólo pudo plantearse porque Peel estaba tan a oscuras acerca de la naturaleza del dinero como los "little shilling men" [partidarios de los chelines pequeños] de Birmingham.

[3] Little shilling men (partidarios de los chelines pequeños).-- Al término de las guerras napoleónicas se planteó, en Inglaterra, el problema de cómo pagar la inmensa deuda pública y la gran masa de deudas privadas contraídas en billetes de banco depreciados. Hombres como el banquero Thomas Attwood, Wright, Harlow, Spoones y otros propusieron que se pagara a los acreedores tantos chelines como habían prestado, pero que se diera el nombre de chelín no a 1/78 de onza de oro sino a 1/90, por ejemplo; de ahí el nombre de "partidarios de los chelines pequeños" dado a la escuela. (Véase "Contribución a la crítica...", II, B; MEW, t. XIII, pp. 64-65.)-- 279.

[4] Descubierta por el griego Piteas de Marsella en el siglo IV a.n.e., Tule (sobre cuya ubicación precisa se discrepa) parece haber sido el punto más septentrional alcanzado por los viajeros y mercaderes de la Antigüedad clásica, y de ahí que se la considerara como paradigma de lo remoto, límite infranqueable del mundo (véase por ejemplo Virgilio, "Geórgicas", I, 30).-- 279.

[5] "Es tarea del capitalista obtener del capital desembolsado la mayor suma posible de trabajo" ("d'obtenir du capital dépensé la plus forte somme de travail possible"). J. G. Courcelle-Seneuil. "Traité théorique et pratique des entreprises industrielles", 2ª ed., París, 1857, p. 62.)

[6] "Una hora de trabajo perdida cada día infiere un daño inmenso a un estado comercial." "Existe un consumo muy grande de artículos de lujo entre los trabajadores pobres de este reino, particularmente entre el populacho manufacturero, en lo cual consumen también su tiempo, el más nefasto de los consumos." ("An Essay on Trade and Commerce"..., pp. 47 y 153.)

[7] "Si el jornalero libre se toma un momento de descanso, la economía sórdida que lo atisba con inquietud pretende que aquél la roba." (N. Linguet, "Théorie des loix civiles"..., Londres, 1767, t. II, p. 466.)

[8] Durante la gran strike [huelga] que los builders [albañiles] de Londres efectuaron en 1860-1861 por la reducción de la jornada laboral a 9 horas, su comisión publicó un manifiesto que coincide en gran parte con el alegato de nuestro obrero. El documento alude, no sin ironía, a que el "building master" [constructor] más ávido de ganancias un tal sir M. Peto vivía en "olor de santidad". (Este mismo Peto tuvo, después de 1867, un fin a lo ... [exclamdown]Strousberg!)




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