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LA REVOLUCION DE LA CIENCIA DE EUGENIO DÜHRING
("ANTI-DÜHRING")

F. Engels

SECCIÓN SEGUNDA: ECONOMÍA POLÍTICA


I. OBJETO Y MÉTODO


La economía política es, en su más amplio sentido, la ciencia de las leyes que rigen la producción y el intercambio de los medios materiales de vida en la sociedad humana. Producción e intercambio son dos funciones distintas. La producción puede tener lugar sin intercambio, pero el intercambio —precisamente porque no es sino intercambio de productos— no puede existir sin producción. Cada una de estas dos funciones sociales se encuentra bajo influencias externas en gran parte específicas de ella, y tiene por eso también en gran parte leyes propias específicas. Pero, por otro lado, ambas se condicionan recíprocamente en cada momento y obran de tal modo la una sobre la otra que podría llamárselas abscisa y ordenada de la curva económica.

Las condiciones en las cuales producen e intercambian productos los hombres son diversas de un país a otro, y en cada país lo son de una generación a otra. La economía política no puede, por tanto, ser la misma para todos los países y para todas las épocas históricas. Desde el arco y la flecha, el cuchillo de piedra y el excepcional intercambio y tráfico de bienes del salvaje hasta la máquina de vapor de mil caballos, el telar mecánico, los ferrocarriles y el Banco de Inglaterra, hay una distancia gigantesca. Los habitantes de la Tierra del Fuego no han llegado a la producción masiva ni al comercio mundial, del mismo modo que tampoco conocen la "pelota" con las letras de cambio ni los cracks bolsísticos. El que quisiera reducir la economía de la Tierra del Fuego a las mismas leyes que rigen la de la Inglaterra actual no conseguiría, evidentemente, obtener con ello sino los lugares comunes más triviales. La economía política es, por tanto, esencialmente una ciencia histórica. Esa ciencia trata una materia histórica, lo que quiere decir una materia en constante cambio; estudia por de pronto las leyes especiales de cada particular nivel de desarrollo de la producción y el intercambio, y no podrá establecer las pocas leyes muy generales que valen para la producción y el intercambio como tales sino al final de esa investigación. No hará falta decir que las leyes válidas para determinados modos de producción y formas de intercambio tienen también validez para todos los períodos históricos a los que sean comunes dichos modos de producción y dichas formas de intercambio. Así, por ejemplo, con la aparición del dinero metálico empiezan a actuar una serie de leyes que son válidas para todos los países y para todos los lapsos históricos en los que el intercambio está mediado por el dinero metálico.

El modo de la distribución de los productos queda dado con el modo de producción y de intercambio de una determinada sociedad histórica y con las previas condiciones históricas de esa sociedad. En la comunidad tribal o campesina con propiedad común de la tierra, que es el estadio en el cual, o con cuyos restos muy perceptibles, han entrado en la historia todos los pueblos de cultura, resulta obviamente natural una distribución bastante homogénea de los productos; cuando aparece una desigualdad ya considerable en la distribución entre los miembros, esa desigualdad constituye al mismo tiempo un signo de la incipiente disolución de dichas comunidades. La agricultura en grande o en pequeño permite muy diversas formas de distribución, según las condiciones históricas previas a partir de las cuales se ha desarrollado. Pero es claro que la agricultura en grande condiciona siempre en general una distribución muy distinta de la condicionada por la otra; que la agricultura en explotación grande presupone o produce una contraposición de clases señores esclavistas y esclavos, señores de la tierra y campesinos obligados a prestaciones serviles, capitalistas y trabajadores asalariados , mientras que en la pequeña agricultura la explotación no condiciona en modo alguno una diferencia de clases entre los individuos activos en la producción agrícola, sino que, por el contrario, la mera existencia de dicha división anuncia la incipiente decadencia de la economía parcelaria. La introducción y la difusión del dinero metálico en un país en el que hasta el momento haya imperado o predominado la economía natural van siempre acompañadas por una subversión más o menos rápida de la anterior distribución, y ello en el sentido de agudizarse constantemente la desigualdad de la distribución entre los individuos, o sea la contraposición entre rico y pobre. La explotación artesanal, local y gremial de la Edad Media hacía imposible la existencia de grandes capitalistas y de asalariados de por vida, así como la gran industria moderna, el actual desarrollo del crédito y el de las dos formas de intercambio correspondientes, junto con la libre concurrencia, producen necesariamente dichos fenómenos.

Pero con la diferencia en la distribución aparecen las diferencias de clase. La sociedad se divide en clases privilegiadas y perjudicadas, explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, y el Estado —que al principio no había sido sino el ulterior desarrollo de los grupos naturales de comunidades étnicamente homogéneas, con objeto de servir a intereses comunes (por ejemplo, en Oriente, la organización del riego) y de protegerse frente al exterior— asume a partir de ese momento, con la misma intensidad, la tarea de mantener coercitivamente las condiciones vitales y de dominio de la clase dominante respecto de la dominada.

Pero la distribución no es un resultado meramente pasivo de la producción y el intercambio; también actúa a su vez, inversamente, sobre una y otro. Todo nuevo modo de producción y toda nueva forma de intercambio se ven al principio obstaculizados no sólo por las viejas formas y sus correspondientes instituciones políticas, sino también por el viejo modo de distribución. Tienen, pues, que empezar por conquistarse con una larga lucha la distribución que les es adecuada. Pero cuanto más móvil es un modo dado de producción y distribución, cuanto más capaz de perfeccionamiento y evolución, tanto más rápidamente alcanza la distribución misma un nivel en el cual desborda las formas que la engendraron y entra en pugna con el tipo de producción e intercambio existentes. Las viejas comunidades naturales de que ya hemos hablado pueden subsistir durante milenios, como aún ocurre hoy día entre los indios y los eslavos, antes de que el tráfico con el mundo exterior produzca en su interior las diferencias de riqueza a consecuencia de las cuales empieza su disolución. En cambio, la moderna producción capitalista, que apenas tiene trescientos años y que no se ha convertido en dominante sino desde la introducción de la gran industria, es decir, desde hace cien años, ha producido en ese breve tiempo contraposiciones de distribución —concentración de los capitales en pocas manos, por un lado, y concentración de las masas desposeídas en las grandes ciudades, por otro— por cuya existencia perece necesariamente.

La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones materiales de existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan arraigada en la naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto popular. Mientras un modo de producción se encuentra en la rama ascendente de su evolución, son entusiastas de él incluso aquellos que salen peor librados por el correspondiente modo de distribución. Así ocurrió con los trabajadores ingleses cuando la implantación de la gran industria. Incluso cuando el modo de producción se mantiene simplemente como el socialmente normal, reina en general satisfacción o contentamiento con la distribución, y si se producen protestas, ellas proceden del seno de la clase dominante misma (Saint Simon, Fourier, Owen), y no encuentran eco alguno en la masa explotada. Sólo cuando el modo de producción en cuestión ha recorrido ya un buen trozo de su rama descendente, cuando se está medio sobreviviendo a sí mismo, cuando han desaparecido en gran parte las condiciones de su existencia y su sucesor está ya llamando a la puerta, sólo entonces aparece como injusta la distribución cada vez más desigual, sólo entonces se apela a la llamada justicia eterna contra los hechos caducados. Esta apelación a la moral y al derecho no nos ayuda a avanzar científicamente ni una pulgada; la ciencia económica no puede ver un argumento, sino sólo un síntoma, en la indignación ética, por justificada que ésta sea. Su tarea consiste más bien en exponer los males sociales que ahora destacan como consecuencias necesarias del modo de producción existente, pero también, al mismo tiempo, como anuncios de su inminente disolución; y en descubrir, en el seno de la forma de movimiento económica que está en disolución, los elementos de la futura, nueva organización de la producción y del intercambio, la cual elimina dichos males. La cólera, que hace al poeta,[1] es muy oportuna en la descripción de aquellos males, y también en el ataque contra los armonizadores al servicio de la clase dominante, que niegan esos males o los disfrazan; pero la cólera no prueba nada para ningún caso concreto, como puede apreciarse por el hecho de que en toda época de la historia siempre puede encontrarse alimento suficiente para ella.

La economía política, como ciencia de las condiciones y formas bajo las cuales las diversas sociedades humanas han producido y practicado el intercambio, y bajo las cuales han distribuido, según aquéllas, sus productos, es una ciencia que está aún por constituirse con esta extensión. Lo que por el momento poseemos en materia de ciencia económica se limita casi exclusivamente a la génesis y el desarrollo del modo de producción capitalista: empieza con la crítica de los restos de formas feudales de producción e intercambio, muestra la necesidad de su sustitución por formas capitalistas, desarrolla luego las leyes del modo de producción capitalista y de sus correspondientes formas de intercambio considerando su aspecto positivo, esto es, el aspecto por el cual promueven los fines generales de la sociedad, y termina con la crítica socialista del modo de producción capitalista, es decir, con la exposición de sus leyes según su aspecto negativo, probando que este modo de producción tiende por su propio desarrollo hacia un punto en el cual se hace imposible a sí mismo. Esta crítica muestra que las formas capitalistas de producción e intercambio se convierten progresivamente en una traba insoportable para la producción misma; que el modo de distribución necesariamente determinado por aquellas formas ha producido una situación de clase cada día más insoportable, la contraposición, cotidianamente agudizada, entre unos capitalistas, cada vez menos, pero cada vez más ricos, y los trabajadores asalariados, cada vez más numerosos y, a grandes rasgos, cada vez en peor situación; y, finalmente, que las masivas fuerzas de producción originadas en el marco del modo de producción capitalista, y ya indominables por éste, esperan que tome posesión de ellas una sociedad organizada para conseguir una cooperación planeada, con objeto de asegurar a todos los miembros de la sociedad los medios de la existencia y del libre desarrollo de sus capacidades, y ello en medida siempre creciente.

Para llevar plenamente a cabo esta crítica de la economía burguesa no bastaba con el conocimiento de la forma capitalista de la producción, el intercambio y la distribución. Había que estudiar también, al menos en sus rasgos capitales, y considerar comparativamente las formas que la han precedido o que aún subsisten a su lado en países poco desarrollados. Dicho en términos generales, sólo Marx ha emprendido hasta ahora una tal investigación comparativa, y a sus investigaciones debemos, casi exclusivamente, todo lo sabido hasta ahora sobre la economía teorética preburguesa.

Aunque nacida hacia fines del siglo XVII en unas cuantas cabezas geniales, la economía política en sentido estricto, en su formulación positiva por los fisiócratas y Adam Smith, es esencialmente una criatura del siglo XVIII, y se suma a los logros de los grandes ilustrados contemporáneos franceses, con todas las excelencias y todos los defectos de aquella época. Lo que antes dijimos de los ilustrados puede aplicarse también a los economistas de la época. La nueva ciencia no era para ellos expresión de la situación y las necesidades de su época, sino expresión de la Razón eterna; las leyes, por eIla descubierras, de la producción y del intercambio no eran leyes de una forma históricamente determinada de aquellas actividades, sino eternas leyes naturales; se desprendían de la naturaleza del hombre. Pero, examinado con buena luz, ese hombre resulta ser el ciudadano medio en su transición hacia el tipo del burgués, y su naturaleza consistía en fabricar y comerciar en las condiciones históricamente determinadas de la época.

Ahora que ya conocemos por lo largo, por su filosofía, a nuestro "fundamentador crítico" el señor Dühring, así como su método, podremos predecir sin dificultades cómo va a concebir la economía política. En el terreno filosófico, cuando no disparataba simplemente (como le ocurría en la filosofía de la naturaleza), su modo de concebir las cosas era una deformación de la del siglo XVIII. No se trataba de leyes evolutivas históricas, sino de leyes naturales, de verdades eternas. Cuestiones sociales como la moral y el derecho se decidían no según las condiciones históricamente dadas en cada caso, sino por los célebres dos hombres, uno de los cuales oprimía al otro o no le oprimía, circunstancia esta última que, desgraciadamente, no se presentaba nunca. Difícilmente nos equivocaremos, pues, si inferimos que el señor Dühring va a reconducir también la economía a verdades definitivas de última instancia, leyes naturales eternas, axiomas tautológicos de la más yerma vaciedad, introduciendo al mismo tiempo de contrabando, por la puerta trasera, todo el contenido positivo de la economía, en la medida en que lo conozca, y que no desarrollará la distribución, como hecho social, partiendo de la producción y del intercambio, sino que la confiará a su glorioso par de hombres para su resolución definitiva. Y como se trata de trucos que ya conocemos desde hace tiempo, nos será posible expresarnos aquí más concisamente.

Efectivamente, nos declara el señor Dühring ya en la página 2 [2] que

Siempre la misma impertinencia del autoelogio. Siempre el triunfo del señor Dühring a propósito de lo que el señor Dühring ha establecido y rematado. Rematado, efectivamente, como hemos visto por lo largo; pero como se remata a moro muerto.[3]

A continuación nos ofrece "las leyes naturales más generales de toda economía".

Lo habíamos adivinado.

Esta es la sinfonía que, como wagneriano motivo, nos anuncia que los dos célebres hombres han emprendido la marcha. Pero es también algo más, a saber, el tema básico de todo el libro del señor Dühring. A propósito del derecho, el señor Dühring no supo ofrecernos más que una mala traducción de la teoría igualitaria de Rousseau al socialismo, como pueden oírse, pero en mucho mejor, en cualquier tasca obrera de París desde hace años. Aquí nos da otra traducción socialista, y no mejor, de las quejas de los economistas por el falseamiento de las eternas leyes económicas naturales y de sus efectos, a consecuencia de la intromisión del Estado, del poder. En este punto el senor Dühring se encuentra merecidamente solo entre los socialistas. Todo trabajador socialista, independientemente de su nacionalidad, sabe muy bien que el poder se limita a proteger la explotación, pero no la crea; que el fundamento de su explotación es la relación entre el capital y el trabajo asalariado, y que esta relación ha nacido por vía puramente económica, y no violenta.

También se nos informa de que

Al mezclar los dos procesos de la producción y la circulación, esencialmente diversos aunque se condicionen recíprocamente, y afirmar tranquilamente que si no se practica esa confusión se producirá inevitablemente "confusión", el señor Dühring prueba simplemente que no conoce o no entiende el colosal desarrollo que ha experimentado precisamente la circulación en los últimos cincuenta años; cosa, por lo demás, que sigue confirmando su libro. Pero esto no es todo. Luego de haber confundido simplemente producción e intercambio en una cosa considerada producción en general, coloca junto a la producción la distribución, como un segundo proceso plenamente externo que no tiene nada que ver con el primero. Hemos visto, en cambio, que la distribución es siempre, en sus rasgos decisivos, resultado necesario de las condiciones de producción e intercambio de cada determinada sociedad, así como de las previas condiciones históricas de la misma, y ello de tal modo que conociendo unas y otras podemos inferir el modo de distribución dominante en esa sociedad. Pero también vemos que si no quiere ser infiel a los principios "establecidos" en su concepción de la moral, el derecho y la historia, el señor Dühring tiene que negar esos hechos económicos elementales, sobre todo cuando se trata de introducir de contrabando en la economía a sus dos hombres imprescindibles. Ahora bien: este gran acontecimiento puede tener lugar una vez liberada felizmente la distribución de toda relación con la producción y el intercambio.

Recordemos ante todo cómo se desarrollaba la cosa en la moral y el derecho. Allí empezaba el señor Dühring con un solo hombre; decía:

Pero ¿quién es ese ser humano sin deberes, pensado como único, sino aquel fatal "Adán originario" en el Paraíso, donde está sin pecado precisamente porque no puede cometer ninguno? Mas también a este Adán de la filosofía de la realidad le espera un pecado original. Junto a este Adán aparece de repente, no una Eva de ondulantes mechones, pero sí un segundo Adán. Inmediatamente asume Adán deberes, y los viola. En vez de abrazar a su hermano como equiparado con él, le somete a su dominio, le subyuga, y toda la historia humana hasta el día de hoy padece las consecuencias de ese primer pecado, del pecado original del sometimiento, razón por la cual toda esa historia no vale para el señor Dühring ni una perra chica.

Y si el señor Dühring —sea dicho de paso— creyó despreciar suficientemente la "negación de la negación" al presentarla como un eco de la vieja historia del pecado original y de la Redención, ¿qué vamos a decir de esta su recentísima edición de dicha historia? (pues también vamos a "acercarnos" —por usar un término de la lengua de los "reptiles" [4]— con el tiempo a la Redención). Diremos en todo caso que preferimos la vieja leyenda semítica, en la cual aún valía la pena para el hombrecito y la mujercita abandonar el estado de inocencia, y que el señor Dühring tendrá para siempre la gloria sin competencia posible de haber construido el pecado original con dos varones.

Oigamos, pues, la traducción del pecado original a la economía:

Tras de lo cual toda la distribución se transforma al final en un "derecho económico de la distribución".

Ahora finalmente vuelve a pisar tierra firme el señor Dühring. Del brazo de sus dos hombres puede lanzar el reto a su siglo. Pero todavía hay un ser anónimo detrás de esa tríada.

Luego que el señor Dühring supo de este modo en qué consiste la forma básica de explotación común a todas las formas de producción que han existido —en la medida en que se mueven en contraposiciones de clase , no le quedaba más que aplicar a ella sus dos hombres, y con eso quedaba listo el radical fundamento de la economía de la realidad. No vaciló un momento en la ejecución de ese "pensamiento creador de sistema". Trabajo sin contraprestación, que rebasa el tiempo de trabajo necesario para el sustento del trabajador: éste es el punto. Adán, que en este caso se llama Robinson, manda, pues, inmediatamente a un segundo Adán, llamado Viernes, que se ponga a trabajar febrilmente. Pero, ¿por qué trabaja Viernes más de lo que necesita para su sustento? También esta pregunta tiene parcial respuesta en Marx. Pero la respuesta es demasiado dilatada para los dos hombres. El asunto se resuelve así expeditivamente: Robinson "oprime" a Viernes, le reduce "como esclavo o instrumento al servicio económico" y no le mantiene sino "en cuanto instrumento". Con esta novísima "versión creadora" mata el señor Dühring dos pájaros de un tiro. Primero, se ahorra el trabajo de explicar las diversas formas de distribución que han existido, sus diferencias y sus causas: todas son simplemente recusables, se basan en la opresión, la violencia. Sobre esto tendremos que volver a hablar más adelante. Segundo, el señor Dühring traslada así toda la teoría de la distribución del terreno económico al de la moral y el derecho, es decir, del terreno de los firmes hechos materiales al de las opiniones y los sentimientos más o menos vacilantes. Ya no necesita, pues, investigar ni probar, sino que le basta con declamar torrencialmente, y puede proclamar la exigencia de que la distribución de los productos del trabajo se rija no por sus causas reales, sino según lo que a él, el señor Dühring, le parece moral y justo. Pero lo que parece justo al señor Dühring no es en absoluto cosa inmutable, y, por tanto, está lejos de ser una verdad auténtica. Pues éstas, según el propio señor Dühring, son "absolutamente inmutables". En el año 1868 afirmaba el señor Dühring (Los destinos de mi memorial social...) que

Y, por si eso fuera poco, declaraba no poder entender

Así, pues, en 1868 la propiedad privada y el trabajo asalariado son necesarios por naturaleza, y por tanto justos; en 1876, ambos son emanación de la violencia y el "robo", y por tanto injustos. Y nos es imposible saber qué es lo que podrá parecer moral y justo dentro de algunos años a un genio tan tempestuoso, razón por la cual lo mejor será atenernos, en nuestra consideración de la distribución de las riquezas, a las leyes reales, objetivas, económicas, y no a las momentáneas ideas de justo e injusto del senor Dühring, las cuales son mutables y subjetivas.

Si no tuviéramos mejor garantía de la futura subversión del actual modo de distribución de los productos del trabajo, con sus hirientes contraposiciones de miseria y sobreabundancia, hambre y disipación, que la consciencia de que ese modo de distribución es injusto y de que el derecho tiene que triunfar finalmente, nuestra situación sería bastante mala y nuestra espera bastante larga. Los místicos medievales que soñaban en un próximo reino de los Mil Años tenían ya consciencia de la injusticia de las contraposiciones de clase. En el umbral de la historia moderna, hace trescientos cincuenta años, Thomas Münzer proclamó sonoramente esa consciencia por el mundo. La misma llamada suena —y se apaga— en las revoluciones burguesas inglesa y francesa. Y si el llamamiento a suprimir las contraposiciones y diferencias de clases, que hasta 1830 dejó frías a las clases trabajadoras y en sufrimiento, encuentra hoy eco entre millones, repercute en un país tras otro, y precisamente en la misma sucesión y con la misma intensidad con que se desarrolla en los diversos países la gran industria, si ese grito ha conquistado una fuerza que puede hacer frente a todos los poderes unidos contra él y puede estar segura de su triunfo en un próximo futuro, ¿a qué puede deberse todo ello? A que, por una parte, la gran industria moderna ha creado un proletariado, una clase que puede formular por vez primera en la historia la exigencia de suprimir no tal o cual organización de clase o tal o cual privilegio de clase, sino las clases como tales, y que se encuentra en tal situación que tiene que imponer esa exigencia so pena de hundirse en la condición del coolí chino. Y, por otra parte, a que esa misma gran industria ha creado con la burguesía una clase que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios de vida, pero que en todos los períodos de loca exaltación y en todos los cracks que siguen a esos períodos prueba ser ya incapaz de seguir dominando las fuerzas productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya direccion la sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de escape. Dicho de otro modo: aquel fenómeno se debe a que tanto las fuerzas productivas producidas por el moderno modo de producción capitalista cuanto el sistema de distribución de bienes por él creado han entrado en hiriente contradicción con aquel modo de producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una subversión de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase, si es que la entera sociedad moderna no tiene que perecer. La certeza de la victoria del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios explotados; en eso, y no en las ideas de lo justo y lo injusto



Notas del traductor:

[1] Inspirado en la primera sátira de Juvenal.

[2] Del Cursus der National-und Socialökonomie de Dühring, 2ª ed., 1876.

[3] La imagen del texto alemán, traducido libremente aquí, se basa en la idea de apagar (ausmachen, que significa apagar y también hacer explicito y redundar en).

[4] Reptiles eran, en la frase familiar alemana de la época, los periodistas que recibían gratificación de Bismarck por escribir en favor del gobierno. Este uso, retorsión del que inicialmente había hecho Bismarck del término del discurso, se refleja aún en expresiones como "fondo de reptiles", que designa los dineros fuera de supervisión utilizados por los gobiernos para comprar servicios a los que no desean dar publicidad.

[5] en el texto de Marx: hombre libre (y patricio) que puede vivir según el ideal de la , la hermosura-y-excelencia.

[6] Terrateniente.




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